El buen samaritano

Predicas Cristianas

Predicas cristianas predica de hoy: El buen samaritano – El hombre de Samaria

Predicas cristianas lectura bíblica de hoy: Lucas 10:30-34

Introducción

Conocemos la parábola del buen samaritano. Es un de los pasajes más populares de la Biblia. Utilizamos la moral de la historia como un ejemplo de ayuda al prójimo, de bondad, de caridad y de misericordia.

Todavía, por veces olvidamos el sentido más profundo de la parábola. Olvidamos que bajo la misión de ayudar el prójimo hay una enseñanza sobre el amor de Cristo, bien como una instrucción sobre la humanidad del ser humano y la divinidad de Dios.

Creemos que este mensaje es algo muy sencillo y que no demanda mucha meditación. Sin embargo, esto se pasa con casi todos los mensajes cristianos, es decir, la simplicidad por veces paraliza el pensamiento. Pero, son exactamente las enseñanzas más sencillas que demandan más atención.

Precisamente en estos momentos, debemos cuestionar lo que tenemos por cierto y preguntarnos: ¿llegamos al menos cerca de agotar las posibilidades de interpretación que la doctrina cristiana, en la palabra revelada de Dios y la vida de Jesús Cristo, nos ofrecen?

Ciertamente, cuanto más sencillo, más debemos parar en meditación y pensar sobre esto con cuidado y devoción. Por esta razón, retomaremos hoy la historia del hombre de Samaria, es decir, la parábola del buen samaritano.

La reunión de los discípulos (Lucas 9:1-2)

En su Evangelio, Lucas nos cuenta que Jesús inauguró su predicación en Galilea.

No tardó para que Él fuera conocido por todo el pueblo, ni para que una multitud de gente empezase a seguirlo. Entre todos los hombres que siguieron a Cristo, Él escogió específicamente a doce. Y estos doce se tornaran los famosos discípulos directos de Jesús, llamados también de “apóstoles”, que es lo mismo que llamarlos de “mensajeros”, “aquellos que predican el mensaje de Cristo”.

Sobre esta reunión, Lucas escribe: “Habiendo reunido a sus doce discípulos, les dio poder y autoridad sobre todos los demonios, y para sanar enfermedades. Y los envió a predicar el reino de Dios, y a sanar a los enfermos.” (Lucas 9:1-2).

Jesús continuó su camino y, a pesar de los doce que caminaban siempre a su lado, reunió aún setenta otros más. Algunas versiones aún dicen que fueran setenta y dos hombres, mismo número de los nombres de Dios en hebraico. Pero, el hecho es que Cristo eligió toda una comunidad para difundir la palabra de Dios.

Sin embargo, de sus seguidores, Cristo demandaba vocación. Lucas narra que uno de los hombres dice: “Te seguiré, Señor; pero déjeme que me despida primero de los que están en mi casa.” (Lucas 9:61).

Entones, contestó Jesús: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.” (Lucas 9:62).

Ahora bien, ¿por qué Jesús mantuvo una postura tan severa? Él se manifestó así porque sabía de antemano que los que se dedican a obrar en su nombre son todavía muy pocos.

Poco son los obreros de Dios (Lucas 10:2)

Luego después de reunir sus discípulos, Jesús les habló: “La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.” (Lucas 10:2). ¿Por qué Jesús dijo esto?

En este momento, Jesús enviaba los hombres para predicar el reino de Dios. Él necesitaba, entonces, que ellos se comprometiesen de todo corazón con la palabra de Dios. Para esto, explicó que hay una indigencia de obreros del Señor. Esto porque, aunque muchos aprecien la verdad divina, pocos están dispuestos a obrar en su nombre.

Para obrar en nombre de la verdad de Dios, es indispensable actuar en conformidad con el gran mandamiento del amor de Cristo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.” (Lucas 10:27).

Amar al Señor es algo que muchos creen que cultivan. Todavía, amar al Señor depende también de amar al prójimo. Y precisamente ahí se encuentra la mayor dificultad.

El motivo por lo cual pocos cultivan el amor al prójimo es todavía la dificultad en comprender quién es el prójimo. Sobre comprender quién es el prójimo, encontramos en el Evangelio de Lucas una parábola que ilustra perfectamente el sentido más puro del mandamiento, a saber: la parábola del buen samaritano.

¿Quién es mi prójimo? (Lucas 10:29-34)

Después que Jesús anunció el gran mandamiento, un jurista que le escuchaba intentó provocar a Cristo. Esto es muy típico de los juristas, aprovechando, acostumbrados que son con las disputas de interpretación de la ley.

El jurista preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lucas 10:29). A este hombre apasionado por retórica, Jesús respondió, todavía no con una explicación, pero con la siguiente historia:

Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.” (Lucas 10:30-34)

Ahora bien, ¿que podemos comprender de esta historia? Y más, ¿por qué esta historia contesta la pregunta del jurista sobre quién se puede identificar como el prójimo?

En primer lugar, es importante comprender muy bien los personajes de la parábola. Sabemos que son cuatro: un hombre descendiente de Jerusalén, un sacerdote, un levita y un samaritano.

Cuando Jesús narra que había un hombre que descendía de Jerusalén, Él no indica solamente que el hombre venía de aquella ciudad, pero, sobre todo, que él era un descendiente del pueblo de Jerusalén, o sea, era un judío.

Lo mismo se puede decir sobre el sacerdote, que también descendía por aquel camino y también era un judío. El hombre de Jerusalén era, entonces, no solamente prójimo, pero muy prójimo del sacerdote, ya que ambos formaban parte de la misma comunidad. Todavía, el sacerdote, supuestamente un hombre de Dios, ignoró al hombre.

Ya el levita, sabemos que era descendiente de Leví. La Tribu de Leví, sabemos, era una de las tribus que fue conducida por Josué a la Tierra Prometida. Sin embargo, el levita era también un judío. Él también hacía parte de la misma comunidad de hombres, así como el sacerdote — y como el sacerdote, el levita igualmente ignoró al hombre.

El buen samaritano, a su vez, fue quien por fin ayudó al hombre.

Pero tenemos conocimiento que el pueblo de Samaria, los samaritanos, y el pueblo de Jerusalén, los judíos, eran rivales ineludibles. Proximidad definitivamente no es una palabra que se encajaba en la turbulenta relación entre samaritanos y judíos. En verdad, ellos tenían entre si una distancia enorme. Eran enemigos por naturaleza. Aun así, fue el hombre de Samaria ayudó el hombre de Jerusalén.

¿Qué nos enseña esto? Esto nos enseña, sobre todo, que la proximidad no tiene que ver con distancia. Antes, proximidad tiene que ver con una hermandad mayor que todas las fronteras geográficas, etnias, religiones o lazos familiares. El prójimo es todo y cualquier ser humano, creado por Dios y bendecido por Él desde la venida de Jesús Cristo a la tierra.

Además, la parábola del buen samaritano nos deja un mensaje muy importante: debemos ayudar a los demás. Y ¿por qué esto es importante?

Se el buen samaritano es ayudar a los demás (Lucas 6:38)

Ayudar a los demás no es solo un gesto bueno. Aquél que ayuda, logra comprender el sentido máximo de su existencia en la Tierra. Esto porque, como leemos en el Evangelio de Lucas: “Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir.” (Lucas 6:38).

La medida de la cual habla Lucas es la manera por la cual nos encontramos con nosotros mismos. Pero, ¿cómo?

Sabemos que los seres humanos, aunque diferentes entre si, fueran creados todos iguales bajo los ojos del Señor. Todos son hijos del mismo Padre Todopoderoso. Todavía, al largo de nuestras vidas, intentamos a todo costo nos diferenciar más y más de nuestros hermanos.

Muchas veces nos comportamos como niños que disputan la atención de los padres. Este es un camino todavía peligroso, porque es el camino por lo cual nos quedamos ciegos para la proximidad del prójimo, como hicieran el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano.

Con el objetivo de ilustrar la igualdad entre los seres humanos creados por Dios, Lucas escribe que Jesús contó la siguiente historia:

Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas. Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado.” (Lucas 16:29-22).

Aparte el destino del rico y del pobre en el Hades, después de la muerte, los que podemos de pronto comprender es que ambos murieran de igual forma. Tanto el hombre rico cuanto el mendigo tuvieran el exacto mismo destino.

En este sentido, no importa tanto las cosas que logramos alcanzar en nuestras vidas, porque la verdad de Dios aún se asienta en lo que leemos ya en el primer libro de la Biblia: “pues polvo eres, y al polvo volverás.” (Génesis 3:19).

Todavía, olvidamos de nuestra mortalidad. Olvidamos de la condición existencial más humana, de la que no podemos escapar. Aunque las escrituras sagradas nos llamen atención para esto muchas veces, todavía olvidamos, tarde o temprano.

Pero, hay un camino por lo cual podemos mantener en nuestras mentes la verdad absoluta sobre la vida. Y este camino es precisamente ayudar el prójimo.

Cuando ayudamos el prójimo, como hice el hombre de Samaria, recordamos que no hay distinción entre los seres humanos. El samaritano tenía consciencia que había sido creado por el mismo Dios que creo el hombre de Jerusalén.

Él sabía aún que, después de todo, el destino de los dos era el mismo. Por este motivo, no fue difícil para el samaritano reconocer el judío como un prójimo. Así como no era difícil para él reconocer a su propia humanidad.

Conclusión

Al mirar la creación divina, miramos a la eternidad. Al mirar la criatura, miramos la fugacidad.

En otras palabras: cuando miramos a Dios, reconocemos a la vida eterna del Señor, a la inmortalidad de quién estaba allí antes del tiempo, a la infinitud de lo que no tiene límites. Ya cuando miramos a los seres humanos, reconocemos la vida efímera, la mortalidad, el finito.

La medida de los seres humanos es todavía la imagen de Dios. Los que nos hace recordar de nuestras vidas transitorias es la eternidad del Señor. Por este motivo, Lucas apunta hacia una medida cuando habla, “Dad, y se os dará” (Lucas 6:38).

Pero, cuando ayudamos al prójimo, no debemos esperar que alguien también nos ayude en un momento de necesidad. Este no es el sentido de la palabra de Lucas. En verdad, lo que debemos esperar, como esperaba el hombre de Samaria, es una profunda meditación sobre la naturaleza de la vida humana. Y en esta meditación, nos acercamos de Dios.

Esto es lo que olvidamos cuando pensamos en la parábola del buen samaritano. No se trata tanto de una parábola sobre la bondad que debemos tener, pero de una historia que nos indica el camino que debemos seguir, hacia la eternidad de Dios.

© Jose R. Hernández. Todos los derechos reservados.

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José R. Hernández
Pastor jubilado de la iglesia El Nuevo Pacto, en Hialeah, FL. Graduado de Summit Bible College. Licenciatura en Estudios Pastorales, y Maestría en Teología.

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