Las 7 Palabras de Cristo que Transforman

Reenier Gonzalo Prado

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Las 7 Palabras de Cristo

Las 7 Palabras de Cristo que Transforman Nuestra Fe | Predicas Cristianas

Introducción

La cruz del Señor Jesucristo no es solo un símbolo. Es el corazón mismo del evangelio. Para nosotros, no es una simple pieza de madera o un adorno colgado del cuello. Es el recordatorio viviente del amor de Dios, del precio que fue pagado por nuestros pecados, y de la esperanza que tenemos en Cristo. Las 7 palabras de Cristo desde la cruz no fueron improvisadas. Cada una de ellas tiene un propósito eterno. Son palabras cargadas de poder, dirigidas a un mundo roto por el pecado y sediento de redención.

Hoy damos gracias porque la cruz está vacía. Aunque aquel día pareció una tragedia, la aparente victoria del mal fue vencida por el poder de Dios. El sufrimiento fue real, pero también lo fue la resurrección. Por eso, las palabras de Cristo en la cruz siguen hablando a nuestras vidas. No son palabras para admirar desde lejos, sino para abrazarlas como verdades que transforman nuestra existencia.

Estas 7 palabras de Jesús no fueron pronunciadas al azar. Fueron seleccionadas por el mismo Hijo de Dios mientras cargaba el peso del pecado del mundo. Nos revelan el carácter de nuestro Salvador, su misión redentora y su profundo amor por nosotros. Representan un testamento vivo, el cual continúa marcando el destino eterno de todo aquel que cree.

Pero ¿qué significan estas 7 palabras de Cristo para nosotros hoy? ¿Acaso las hemos reducido a una tradición de Semana Santa o a una lectura religiosa sin impacto? Es tiempo de detenernos, de escuchar cada una con atención, y de permitir que el Espíritu Santo nos hable por medio de ellas. Al meditar en las 7 palabras de Cristo, nos damos cuenta de que el Antiguo Testamento ya anunciaba el poder de su sacrificio. Como escribe el profeta Zacarías:

“En aquel día habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zacarías 13:1).

Ese manantial brota desde la cruz. Y ese manantial sigue fluyendo hoy.

I. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34)

La primera de las 7 palabras de Cristo no fue una queja ni un reproche. Fue una oración. Una súplica llena de gracia, lanzada al cielo desde un madero de tortura. Mientras el dolor le desgarraba el cuerpo, Jesús intercedía por los mismos que lo estaban crucificando. No pidió justicia, ni venganza, ni castigo. Pidió perdón.

“Padre, perdónalos…”

¿Quiénes eran “ellos”? ¿Los soldados que lo clavaron? ¿Pilato que se lavó las manos? ¿El pueblo que gritó “¡Crucifícalo!”? ¿Los sacerdotes que lo entregaron por envidia? Sí… y también nosotros. Porque no fueron solo ellos, fuimos todos. Fue nuestro pecado el que llevó a Cristo a la cruz. Por eso, esta palabra no es solo para los que estuvieron allí, sino también para los que estamos aquí hoy.

Lo que asombra no es solo que Jesús perdonó, sino que intercedió por quienes le hacían daño. En palabras de Matthew Henry, (Matthew Henry Commentary – Luke 23) quien comentó con profunda reverencia este momento sagrado:

“The petition: Father, forgive them. One would think that he should have prayed, ‘Father, consume them; the Lord look upon it, and requite it.’ The sin they were now guilty of might justly have been made unpardonable, and justly might they have been excepted by name out of the act of indemnity. No, these are particularly prayed for. Now he made intercession for transgressors, as was foretold (Isa 53:12), and it is to be added to his prayer (John 17.).”

Traducción:

“La petición: Padre, perdónalos. Uno pensaría que habría orado: ‘Padre, consúmelos; que el Señor lo vea y lo pague.’ El pecado del cual eran culpables ahora bien podría haber sido declarado imperdonable, y con justicia podrían haber sido excluidos por nombre del acto de perdón. Pero no. Jesús oró específicamente por ellos. Ahora hacía intercesión por los transgresores, como fue profetizado (Isaías 53:12), y esto debe sumarse a su oración (Juan 17).”

Las palabras de Cristo en la cruz revelan que su amor no depende del mérito del pecador. Él no esperó que nadie se lo pidiera. No exigió cambios antes de extender gracia. Él perdonó… y oró para que el Padre también perdonara.

El apóstol Juan reafirmó esta verdad más tarde: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Pero ese perdón no es automático. Debe recibirse con humildad y fe. Esteban, el primer mártir cristiano, reflejó ese mismo espíritu cuando, bajo una lluvia de piedras, oró: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7:60). Solo quien ha experimentado el perdón de la cruz puede perdonar como Cristo perdonó.

Y sí… esa oración fue respondida. Pocos días después, en Pentecostés, tres mil personas se arrepintieron y creyeron. Muchos de ellos habían estado entre la multitud que lo rechazó. Ese mismo perdón sigue disponible. Cada alma que hoy se vuelve a Jesús es una respuesta viva a esa súplica sagrada: “Padre, perdónalos…”

Esta primera palabra nos recuerda que hay perdón en la cruz de Cristo. Y no es un perdón débil ni sentimental, es un perdón que rompe cadenas, que restaura, que transforma. Si Él nos perdonó así… ¿cómo no íbamos a perdonar también?

II. “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43)

La segunda de las 7 palabras de Cristo fue dirigida a un hombre que no tenía nada que ofrecer. No llevaba buenas obras a cuestas. No tenía un historial limpio. No había seguido a Jesús, ni lo conocía íntimamente. Aquel ladrón colgado a su lado, en sus últimos minutos de vida, solo tenía fe.

Y eso fue suficiente para Jesús.

Esta escena es una de las más conmovedoras en toda la Escritura. A un lado de Cristo, un criminal endurecido insulta. Al otro, uno quebrantado clama: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.”

Y entonces, nuestro Salvador, con la voz entrecortada por la agonía, pronuncia estas palabras eternas:
“Hoy estarás conmigo en el paraíso.”

Esta promesa va más allá de la compasión humana. Es un recordatorio claro de que la salvación no depende de obras, religión ni tiempo, sino de un corazón arrepentido que pone su confianza en el Hijo de Dios.

Las palabras de Cristo en la cruz rompen toda lógica humana. ¿Cómo puede un hombre que pasó su vida en el crimen entrar al paraíso con el Rey del cielo? Porque la cruz no recompensa el mérito, sino la fe genuina. Este ladrón reconoció su culpa, confesó la inocencia de Jesús, y creyó que Él era el Rey. No pidió bajar de la cruz, pidió entrar al Reino.

Y la respuesta fue inmediata: “Hoy…” No mañana. No después de un juicio eterno. No luego de un proceso. Hoy. El mismo día en que el mundo pensó que Jesús había perdido, Él estaba abriendo el cielo para los que creen.

El término “paraíso” tiene raíces en la cultura persa. Era usado para describir el jardín privado del rey, donde solo sus invitados íntimos podían entrar. Jesús no solo le prometió vida eterna a este pecador arrepentido. Le ofreció comunión íntima. “Estarás conmigo…”

No le ofreció simplemente un lugar en el cielo, sino su presencia eterna. Esto es lo que distingue al cristianismo: Dios no solo salva, también se acerca, abraza, y permanece con nosotros.

La segunda de las 7 palabras de Jesús también nos enseña algo muy importante: nadie está fuera del alcance de la gracia de Dios. No importa qué tan lejos hayas caído. Mientras haya aliento, hay esperanza. Siempre que exista un corazón que reconozca a Jesús como Señor, el cielo está al alcance.

Pero también hay una advertencia solemne en este momento. Había dos ladrones crucificados junto a Cristo. Ambos oyeron sus palabras. Ambos vieron su rostro. Ambos sabían que iban a morir. Pero solo uno creyó. El otro lo rechazó.

Y eso nos confronta. El evangelio está delante de nosotros. Podemos burlarnos… o rendirnos. Podemos endurecernos… o quebrantarnos. Podemos ignorarlo… o abrazarlo. Pero el momento para decidir es ahora. No mañana. No después. Hoy es el día de salvación.

Porque no sabemos si esta será nuestra última oportunidad. La fe del ladrón nos recuerda que no se necesita una vida entera para alcanzar la salvación, solo un momento de fe verdadera. Pero también nos advierte que esperar puede costarnos la eternidad.

Las 7 palabras de Cristo no solo nos conmueven, nos llaman a actuar. ¿Te has rendido a Él? ¿Has dicho con sinceridad, “Señor, acuérdate de mí”? Si lo haces, no escucharás silencio. Escucharás la voz más gloriosa que puede oír un alma: “Hoy estarás conmigo…”

Esta es una de las 7 palabras de Jesús que sigue transformando vidas. Cada frase que Él pronunció desde la cruz tiene el poder de abrir el cielo para los que creen.

III. “Mujer, he ahí tu hijo… He ahí tu madre” (Juan 19:26–27)

Mientras el dolor le cortaba el aliento, y los clavos seguían perforando su carne, el Señor no pensaba en sí mismo, sino en los que amaba. Esta tercera de las 7 palabras de Cristo no fue dirigida a enemigos, ni a ladrones, sino a los suyos. A su madre… y a su discípulo más cercano.

Jesús ve a María, su madre, allí, de pie… sin decir nada, pero quebrantada. Seguramente, en su corazón resonaban aquellas palabras que un día le profetizó Simeón cuando Jesús era aún un bebé:
“Y una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:35).
Ese momento había llegado. La espada no era de hierro, pero sí de dolor. Era la angustia de una madre que ve a su hijo morir de la forma más cruel posible.

Y sin embargo, en medio de su sufrimiento, Jesús no le habla como “madre”… sino como “mujer”. Esto no fue frialdad ni distanciamiento. Fue un acto de amor. Él no quería que María lo viera solo como su hijo de carne, sino como su Señor y Salvador. La relación natural debía ceder lugar a una verdad mayor: Él estaba muriendo no solo como su hijo, sino como su Redentor.

Entonces, con ternura, le entrega un nuevo hijo: Juan, el discípulo amado. Y a Juan, le entrega una nueva madre.
“Mujer, he ahí tu hijo… He ahí tu madre.”
Un acto de cuidado. Un acto de amor. Un acto que nos muestra que las palabras de Cristo en la cruz no solo alcanzan el cielo… también cuidan de las cosas más humanas.

En este gesto, Jesús establece una nueva familia, no basada en sangre, sino en fe. María representa a todos los que sufren, a las mujeres del mundo, a los olvidados, a los que se sienten solos. Juan representa a los que están dispuestos a recibir, a cuidar, a servir, a estar cerca del sufrimiento sin huir.

Aquí entendemos que la cruz de Cristo también transforma nuestras relaciones. Ya no nos vemos solo como individuos. Somos parte de algo más grande. La familia de Dios. Una comunidad formada no por raza, ni idioma, ni parentesco… sino por fe en Aquel que colgó del madero.

Y es que las 7 palabras de Jesús no son solo teología. Son práctica. Son acción. No basta con hablar del amor de Dios; hay que demostrarlo, cuidando de otros, tomando responsabilidades, ofreciendo compasión.

Jesús no le pidió a Juan permiso. Tampoco se lo sugirió. Se lo encargó. Y Juan obedeció. “Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.” (Juan 19:27).
Cuando el Señor nos entrega una responsabilidad, no es para que la pensemos, es para que la cumplamos.

Esta tercera palabra desde la cruz nos muestra que, aun en medio del dolor, hay lugar para el amor más puro. Jesús no se olvidó de los suyos. No fue indiferente al sufrimiento de su madre. Y si en la cruz cuidó de ella… ¿cuánto más cuidará de nosotros ahora que está glorificado?

Así que si alguna vez te sientes solo, abandonado o sin una familia que te abrace, recuerda: hay un lugar para ti en la cruz. El mismo que unió a María y a Juan, nos une a nosotros como cuerpo de Cristo. Ya no somos extraños. Somos hermanos. Somos parte del mismo pueblo, de la misma fe, del mismo amor.

Las palabras de Cristo en la cruz no solo redimen, también restauran. No solo salvan, también conectan.
Hay amor para ti en la cruz de Jesús. Un amor que se da. Un amor que cuida. Un amor que permanece.

IV. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46)

Llegamos ahora a la cuarta de las 7 palabras de Cristo. Y sin duda, es la más desconcertante. Es un clamor… una herida abierta. Es el grito más profundo que jamás ha salido de labios humanos. Porque no fue un lamento físico, ni siquiera una queja emocional. Fue una expresión del abandono más extremo que se puede conocer: la separación de Dios.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”

Durante toda su vida, Jesús vivió en perfecta comunión con el Padre. En su bautismo, el cielo se abrió. En el monte de la transfiguración, la voz del Padre declaró su complacencia. Él dijo: “El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo” (Juan 8:29). Pero ahora… en la cruz… todo cambió.

Durante tres horas, el cielo se oscureció (Mateo 27:45; Marcos 15:33; Lucas 23:44-45). No fue un eclipse. Fue un acto sobrenatural. La naturaleza misma pareció cerrar sus ojos ante el horror del pecado sobre el Hijo de Dios. Y en ese momento, Jesús llevó la carga completa del pecado de la humanidad.

No el pecado como idea. El pecado real. Tus mentiras. Mis celos. Nuestras injusticias. Nuestras rebeliones. Todo fue colocado sobre Él. El que nunca pecó, se convirtió en pecado por nosotros (2 Corintios 5:21). Y el castigo fue este: el Padre tuvo que apartar su rostro.

¿Puedes imaginarlo? El Hijo eterno, que siempre habitó en el seno del Padre, ahora se encuentra solo. Abandonado. No por hombres… sino por Dios mismo. No por falta de amor… sino por causa del pecado.

Y sin embargo, Él sabía por qué estaba pasando esto. Jesús no perdió la fe. No dijo “¿Quién eres tú?” sino “Dios mío”… dos veces. Él seguía aferrado, aún en la distancia. Sabía que esto era necesario para salvarnos.

Esta palabra desde la cruz nos revela el precio de nuestra redención. No fue barato. No fue fácil. Fue un costo que tú y yo jamás podríamos pagar. Y Jesús lo pagó con el abandono más profundo.

Esta palabra también nos muestra que, aunque a veces sentimos que Dios nos ha abandonado, la realidad es otra. Jesús fue desamparado para que tú y yo jamás lo seamos. Él llevó nuestra separación para que podamos tener reconciliación. Él sufrió el rechazo para darnos adopción. Él soportó el silencio del cielo… para que tú puedas orar sabiendo que Dios te escucha.

Las 7 palabras de Jesús en la cruz no son poesía. Son verdad viviente. Y esta cuarta palabra nos dice que hubo un momento en la historia donde el pecado fue tratado con justicia absoluta. Fue condenado… en el cuerpo del Justo.

Nunca entenderemos completamente este misterio. ¿Cómo es que el Dios eterno se sintió separado de sí mismo? Es algo que nos deja en silencio. Pero lo que sí sabemos, es que gracias a esa oscuridad, hoy vivimos en luz. Gracias a ese abandono, hoy caminamos en comunión. Gracias a esa separación, hoy podemos decir con confianza: “Nada me separará del amor de Dios.” (Romanos 8:38-39)

Así que la próxima vez que te sientas solo, sin fuerzas, olvidado… recuerda esta palabra. No estás solo. Alguien fue abandonado en tu lugar para que tú jamás lo seas.

V. “Tengo sed” (Juan 19:28)

La quinta de las 7 palabras de Cristo nos muestra algo profundamente humano. Jesús, el Hijo eterno de Dios, colgado en una cruz, sintió sed.

Es una palabra breve, pero cargada de significado. “Tengo sed” no es solo una declaración física. Es una manifestación de su humanidad real. Él no fue un espíritu flotando en un cuerpo prestado. Fue carne y hueso. Vivió entre nosotros, sufrió como nosotros, y en la cruz, sintió todo lo que un cuerpo humano puede sentir: hambre, sed, agotamiento, dolor extremo.

Después de horas de tortura, exposición al sol, pérdida de sangre, y con su cuerpo destrozado, Jesús dijo: “Tengo sed.” Este no fue un lamento trivial. Fue la expresión de un cuerpo que se apagaba lentamente, un cuerpo entregado en obediencia a la voluntad del Padre.

Pero hay algo más. Esta palabra cumple la Escritura. No fue dicha al azar ni por accidente. El Salmo 69:21 profetizó: “En mi sed me dieron a beber vinagre.”

Y en ese momento, alguien empapó una esponja con vinagre y la acercó a sus labios. Hasta en su sed, Jesús cumplía la voluntad de Dios.

Las palabras de Cristo en la cruz nos enseñan que el sufrimiento no lo hizo menos divino. Al contrario, fue en su sufrimiento que su gloria quedó más clara. Él no tomó el vino mezclado con mirra al inicio, que servía como sedante. No quiso anestesiar su misión. Él la enfrentó con total conciencia. Pero ahora, cerca del final, acepta vinagre para poder pronunciar con claridad las dos palabras finales que transformarían la eternidad.

Esta quinta palabra también nos habla del costo real del pecado. El Salvador sediento… es el resultado del pecado del mundo. El pecado seca. El pecado agota. El pecado destruye. Y Jesús cargó con todo eso. La sed de Jesús fue física, sí… pero también fue la sed de justicia, de obediencia, de redención completa.

Y, ¿no es curioso que el que dijo ser “agua viva” tuviera sed? Él le dijo a la samaritana: “El que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás” (Juan 4:14). Y sin embargo, ahora es Él quien tiene sed.

Eso nos recuerda algo vital: Jesús se vació por completo para saciarnos a nosotros. Lo dio todo. Incluso su última gota de fuerza. Para que tú y yo, sedientos de propósito, de paz, de perdón… podamos ser saciados eternamente.

Las 7 palabras de Jesús revelan su corazón. Y este clamor no fue debilidad. Fue obediencia. Fue entrega. Fue amor. Así que cuando sientas que estás seco, vacío, agotado por las pruebas o por la vida, no busques consuelo en pozos rotos. Corre al único que puede decirte: “Ven a mí… y nunca más tendrás sed.”

VI. “Consumado es” (Juan 19:30)

Llegamos a una de las declaraciones más poderosas jamás pronunciadas. Una sola palabra en griego: Τετέλεσται Tetelestai. En español, se traduce como: “Consumado es.”

Esta sexta de las 7 palabras de Cristo no fue un susurro débil, ni una señal de derrota. Fue un grito de victoria, una proclamación desde la cruz que resonó más fuerte que cualquier trompeta del cielo. Jesús no dijo “estoy acabado”… dijo “todo está cumplido.”

Pero, ¿qué fue lo que se consumó?

No fue solo el final de su sufrimiento físico. Fue mucho más. En esa palabra se cerró un ciclo que comenzó en el jardín del Edén, cuando el pecado entró en el mundo. Desde entonces, la humanidad fue separada de Dios. Se levantaron altares, se ofrecieron sacrificios, se derramó sangre de animales… pero ninguno de ellos podía borrar el pecado. Solo lo cubrían temporalmente.

Y ahora, el Cordero de Dios, perfecto e inocente, ofrecía el sacrificio final. Su muerte no sería una más. Sería la última y definitiva.

Con esta palabra, se cerró el antiguo pacto y se inauguró el nuevo. Las sombras dieron lugar a la realidad. El velo del templo se rasgó en dos. El camino al Padre quedó abierto.

En el lenguaje comercial de la época, “tetelestai” era la palabra escrita en los recibos cuando una deuda era saldada: “pagado por completo”. Eso fue lo que Jesús declaró: La deuda del pecado ha sido pagada. No queda saldo pendiente. No falta sacrificio adicional.

Esta palabra también desarma cualquier intento humano de “ganarse” la salvación. Todo ya fue hecho. Todo fue terminado. No hay más penitencias que añadir, ni obras que completar. Solo hay una cosa que hacer: creer en el que ya lo hizo todo.

Las palabras de Cristo en la cruz culminan aquí con una afirmación rotunda: el plan de redención fue ejecutado con perfección absoluta. Ni un paso quedó sin dar. Ni una profecía sin cumplirse. Ni una gota de su sangre fue derramada en vano.

Y lo más impactante es que Él eligió el momento exacto para decirlo. Jesús no murió porque se quedó sin fuerzas. Él dijo que nadie le quitaba la vida, sino que Él mismo la entregaba (Juan 10:18). Cuando todo estuvo cumplido, Él lo supo… y lo declaró.

Las 7 palabras de Jesús son la firma divina sobre el contrato de nuestra salvación. Y en esta palabra, queda sellado: Dios no dejó nada a medias.

Cuando el enemigo venga a acusarte, cuando la culpa quiera atarte, recuerda esta palabra. Cuando te preguntes si Dios te ha perdonado de verdad, o si aún falta algo por hacer, recuerda: “Consumado es.”

Sí… tu libertad fue comprada. Tu perdón fue asegurado. Tu redención fue completada. Todo fue terminado en la cruz.

VII. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46)

La última de las 7 palabras de Cristo fue un acto de entrega. No un grito de derrota, sino una oración de confianza. Después de haber perdonado, salvado, cuidado, clamado, sufrido y declarado victoria… Jesús termina su obra con fe.

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”

Así concluye su misión en la tierra. No con amargura, no con temor, sino con absoluta seguridad de que regresaba al seno del Padre. Porque aunque el cuerpo de Jesús iba a ser bajado y sepultado, su espíritu regresaba al lugar de donde había venido. Él no fue víctima de la cruz. Él fue el Autor de nuestra salvación.

Esta oración es una cita del Salmo 31:5, un salmo de confianza en medio de aflicción. David la escribió en momentos de persecución y angustia. Jesús la repitió en el momento más oscuro de la historia, pero lo hizo con esperanza. Aún en su muerte, Jesús nos enseña cómo morir: con fe, con certeza, con entrega total a Dios.

Las palabras de Cristo en la cruz no solo son un mensaje para esta vida, sino también para la eternidad. Nos muestran cómo vivir… y cómo partir. Porque aquel que ha creído en Cristo no muere en la incertidumbre. Puede orar con la misma confianza: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”

Jesús no fue asesinado por el imperio romano, ni destruido por los líderes religiosos. Él entregó su vida voluntariamente. Como un cordero sin mancha, subió al altar del sacrificio y se ofreció a sí mismo. Él había dicho antes: “Yo pongo mi vida… Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo.” (Juan 10:18)
Y ahora lo vemos cumpliendo esa palabra.

Con esta última declaración, las 7 palabras de Jesús se completan. Y cada una de ellas nos ha revelado algo esencial de su carácter y su obra:

  • El perdón…
  • La salvación…
  • El amor…
  • La sustitución…
  • El sufrimiento…
  • La victoria…
  • Y ahora, la confianza total.

Jesús murió como vivió: en obediencia, en humildad, en entrega. Y nos deja un ejemplo no solo para vivir, sino también para morir. Porque el que ha creído en Él no debe temer a la muerte. Su espíritu no queda en el vacío. Va directo a las manos del Padre.

Y si Jesús, en su momento de mayor debilidad física, pudo confiar… ¿cómo no habríamos de confiar nosotros hoy, que vivimos bajo su gracia?

Las 7 palabras de Cristo no son un relato histórico muerto. Son una proclamación viva. Cada frase sigue hablando. Cada palabra sigue dando fruto. Y cada corazón que las escucha con fe, puede decir con seguridad:
“Padre… yo también te entrego todo mi ser.”

Conclusión

Las 7 palabras de Cristo desde la cruz no fueron pronunciadas al azar. No fueron expresiones sueltas de un hombre moribundo. Fueron el sermón final del Hijo de Dios, predicado desde lo alto de su altar de sufrimiento. No hubo púlpito, ni templo, ni coro. Solo madera, clavos y sangre. Pero desde ahí, habló vida eterna.

Cada una de estas palabras de Cristo en la cruz reveló una parte de su obra redentora.

  • Perdonó al culpable.
  • Salvó al perdido.
  • Cuidó de los suyos.
  • Cargó con nuestro pecado.
  • Sufrió por amor.
  • Venció al enemigo.
  • Y se entregó en obediencia total.

Nada quedó al azar. Nada quedó incompleto. Y nada de lo que dijo ha perdido vigencia.
Hoy, esas mismas 7 palabras de Cristo siguen hablando.

  • Hablan al que se siente indigno: “Hay perdón para ti.”
  • Hablan al que está muriendo en sus errores: “Hay salvación aún hoy.”
  • Hablan al que se siente solo: “Eres parte de una nueva familia.”
  • Hablan al que ha sido quebrado: “Tu carga fue puesta sobre Él.”
  • Hablan al que está agotado: “Él entiende tu dolor.”
  • Hablan al que lucha con el pecado: “La victoria ya fue ganada.”
  • Hablan al que teme el futuro: “Tus manos pueden descansar en las de Dios.”

Estas 7 palabras de Cristo resumen el evangelio entero: justicia, gracia, verdad, amor y poder.
Pero no son solo historia. Deben convertirse en experiencia.

Y la pregunta inevitable es: ¿Qué harás tú con estas palabras? Seguirán siendo frases bonitas colgadas en una pared durante Semana Santa? ¿O serán el eco de un Salvador que te llama a rendir tu vida hoy?

Porque la cruz no fue el final. Fue el inicio. El velo fue rasgado. El acceso fue abierto. El precio fue pagado. La tumba fue vencida. Y ahora, el que murió, vive. Y el que vive, llama. Y el que llama, perdona, transforma, sostiene… y regresa.

Las 7 palabras de Cristo no solo marcaron su muerte. Marcan nuestra vida. Es mi oración que cada una de ellas resuene en tu corazón. Y que al meditar en ellas, puedas decir con humildad, con gozo y con fe: “Señor, creo en ti… Tú hablaste por mí… en la cruz.”

© Reenier Gonzalo Prado. Todos los derechos reservados.

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Reenier Gonzalo Prado
Autor
Reenier Gonzalo Prado
Siervo de Jesucristo, proclamando la palabra de Dios a través de mensajes cristianos.

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