Dios es la cura

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Mensajes Cristianos predica de hoy: Dios es la cura

Mensajes Cristianos lectura bíblica de hoy: Jeremías 17:14

Introducción

Sáname, oh Jehová, y seré sano; sálvame, y seré salvo; porque tú eres mi alabanza.” (Jeremías 17:14). Así ha dicho el profeta. Y decimos con él: en Dios, la cura. Esto también significa decir: en el Señor está el remedio para todas las enfermedades. Pero, ¿cómo es esto? ¿Cómo Dios cura? ¿Cual es la cura de Dios?

En nuestra predicación del Evangelio de Hoy, leemos con atención el mensaje de Dios que nos llega a través de las palabras del profeta Jeremías – el que lloró por predecir la destrucción de Jerusalén.

Sin Dios, la enfermedad (Jeremías 8:18)

Jeremías se dio cuenta que Sin Dios la humanidad se enferma. Él aún se dio cuenta que Dios es el remedio contra la enfermedad que destroza la humanidad. Por esto, él ha dicho: “Sin el remedio, el dolor me invade, mi corazón se enferma.” (Jeremías 8:18). Esto es el exactamente la misma cosa que decir: Sin Dios, la enfermedad.

Este dolor de la enfermedad que atormentó Jeremías viene de una herida muy profunda. Escribió él sobre esto: “Porque la hija de mi pueblo fue herida, yo también fui herido, me puse triste y el miedo me dominó”. (Jeremías 8:21). El más importante aquí es: no estaba en él la herida, pelo en la hija del pueblo. ¿Quién es la hija del pueblo?

Sabemos que, en la Biblia, se llama de “la hija del pueblo” la ciudad sagrada de Jerusalén. Ella es el terreno de la sabiduría de Sion, beatificado por Dios. El sitio por Él elegido para recibir la dádiva de la deidad.

Esto se confirma cuando encontramos en los Salmos la descripción de la ciudad sagrada: “Jerusalén, construida como una ciudad en que todo está conectado, donde las tribus de Iahweh suben, dónde está la razón para que se celebre el nombre de Iahweh. Porque allí están los tronos de la justicia, el giro de la morada de David.” (Salmos 122:3-5).

Jeremías se enfermó cuando previó la caída de tierra sacra de Jerusalén. Él predijo que ella, la hija del pueblo, sería herida. Y, de hecho, fue herida. ¿Y por qué fue herida? Fue herida porque el pueblo de la ciudad había sucumbido al pecado, que también quiere decir: el pueblo rompió con la justicia del trono de David.

La justicia es el justo, es decir, el lo que está correcto o en equilibrio. Por esta razón, el símbolo de la justicia es la balanza. Mientras el equilibrio representa la justicia, el desequilibrio representa la muerte de esta misma justicia. Todavía, no solamente esto, pero representa todavía la enfermedad. Ahora, ¿Por que también la enfermedad?

Basta pensar que si uno come demasiado, uno se enferma. Todavía, si uno no come, igualmente se enferma. Así enseñan las escrituras: “No estamos en peor situación si no comemos, y no estamos en mejor situación si lo hacemos.” (1 Corintios 8:8).

El mismo se pasa aún con la bebida alcohólica. Así leemos en los Efesios: “No te embriaguéis con el vino, porque esto es libertinaje” (Efesios 5:18). Todavía, en la primera carta a Timoteo se encuentra el consejo que dice: “Ya no beba solamente agua, pero utiliza un poco de vino por el bien de su estómago y sus dolencias frecuentes.” (1 Timoteo 5:23).

Todo esto nos dice una y la misma cosa: la salud no está ni aquí ni allí, pero en la justa medida, o aún mejor, en la justicia.

Cuando cae la justicia, cae el equilibrio de esta justa medida. Inevitablemente, toda la gente se enferma. Al final de cuentas, esto es lo que pasó en la ciudad divina de Jerusalén – cuando perdió la referencia de la justicia, se quedó enferma. Esta es la herida.

Sin Dios, la lamentación (Jeremías 8:21)

Cuando predijo la destrucción de Jerusalén, Jeremías lamentó. La lamentación vino del dolor que él sintió. El dolor, a su vez, vino de la herida abierta en Jerusalén.

La lamentación de Jeremías dice: “Porque la hija de mi pueblo fue herida, yo también fui herido, me puse triste y el miedo me dominó”. (Jeremías 8:21). Además, él lamenta preguntando: “¿No hay un bálsamo en Galaad? ¿No hay un médico? ¿Por qué no avanza la cura de la hija de mi pueblo?” (Jeremías 8:22).

La cura no avanza porque el pueblo se alejó de Dios todavía. Esto porque el pueblo pronunciaba muchas palabras sobre Dios, pero ninguna palabra venía de Dios. Esta es la lamentación.

En Dios, la salvación (Jeremías 31:23)

Más adelante, el profeta Jeremías anuncia la restauración prometida a Judá, cuando dice: “Jehová te bendiga, oh morada de justicia, oh monte santo” (Jeremías 31:23).

La salvación de Dios es la restauración de la morada de la justicia y también de la salud del pueblo, cuya hija fue herida. Sin embargo, esta salvación no se encuentra en los hechos de los hombres que restablecen Jerusalén, pero en la bendición de Dios.

Así leemos en los Efesios: “Por medio de la gracia, ustedes han sido salvados mediante la fe. Y esto no viene de ustedes mismos, pero del don divino de Dios; no viene de los hechos, para que nadie esté lleno de orgullo.” (Efesios 2:8-9).

En el mismo sentido, así también leemos en la Epístola a Tito: “Pero cuando se manifestó la bondad y el amor de Dios, nuestro Salvador, Él nos salvó. Todavía, no por los actos justos que habíamos realizado, sino porque, por su misericordia, fuimos lavados por el poder regenerador y renovador del Espíritu Santo.” (Tito 3:4-5).

Con esto, aprendimos que no son propiamente los actos justos de los seres humanos que salvan, pero la justa medida de Dios. Esta justa medida está en la bondad y en el amor Dios. También allí está el camino de la curación, o la senda de la salud. Esta es la salvación.

Dios es la cura (Jeremías 7:14)

Retomemos una vez más la palabra profética de Jeremías. Él ha dicho: “Sáname, oh Jehová, y seré sano; sálvame, y seré salvo; porque tú eres mi alabanza.” (Jeremías 17:14).

Ahora se queda un poco más claro lo que quieren decir las palabras del profeta.

Jerusalén cayó porque su pueblo sucumbió al pecado. Este pecado de la humanidad es todavía un desequilibrio, o sea, el pecado es una injusticia. Así como se pasa con nuestro cuerpo, cuando hay desequilibrio, hay enfermedad.

Ante la enfermedad, necesitamos de una cura. Pero la cura, no podemos encontrar en los hechos de los humanos, porque ellas nos llenan de orgullo (como ya aprendimos en los Efesios). Y sabemos que el orgullo es aún otro pecado y causa aún otra enfermedad.

La cura para la enfermedad de la herida más profunda solamente puede venir de Dios. Dios cura por medio de la justicia divina, que opera bajo el poder de Su bondad y de Su amor.

Jeremías prosigue: “He aquí que ellos me dicen: ¿Dónde está la palabra de Jehová? !!Que se cumpla ahora!” (Jeremías, 17: 15).  Ha preguntado esto porque los pecadores estaban incrédulos de la palabra del Señor.

Entonces, a los pecadores, Jeremías respondió con una súplica a Dios: “No seas un terror para mí, tú que eres mi refugio en el día de la tormenta. ¡Que mis perseguidores se avergüencen, pero que yo mismo no me avergüence! ¡Que se asusten ellos, pero que yo mismo no tenga miedo!” (Jeremías 17:17-18).

De todo lo que dice Jeremías, el refugio de Dios es la palabra clave de su súplica. Esto porque la morada de Dios es el que aleja la angustia y la vergüenza del pecado.

Estamos hablando aquí de la misma vergüenza que sintieron Adán y Eva cuando pecaron por la primer vez y. Ellos percibieron que estaban desnudos después de comer el fruto prohibido del árbol del conocimiento. Este es todavía el pecado original de la humanidad. Además, es precisamente esta enfermedad que Dios cesa en aquellos que se dirigen hacia Su morada y que buscan refugio en Él. Esta es la cura.

El sentido de la cura

El término cura tiene muchos sentidos. En español, el sustantivo “cura” puede referirse a “la cura”, como la cura para una enfermedad. Pero, también puede referirse a “el cura”, que es una palabra para designar un clérigo, es decir, un hombre de Dios.

El verbo “curar” puede aún decir de un “rehabilitar” o de un “remitir una enfermedad o síntoma”. Todavía, el mismo verbo puede decir “curtir”, como la idea de “curtir” o “curar” un queso. Por fin, el concepto de “curar” indica la idea de “cuidar”. Este último sentido es el más fuerte, porque logra reunir todos los otros.

Pensemos en los siguientes ejemplos: cuando un médico cura un enfermo, lo hace porque cuida de él; el cura de una iglesia es el responsable por cuidar de sus fieles; para curar un queso, se tiene que cuidar de los procesos de su maduración.

Podríamos aún añadir: el que cuida de una exposición de artes es el “curador”; esto también se pasa con un editor, cuyo libro se pone “a cura” de él.

Ahora bien, ya sabemos que Dios cuida de nosotros. Vemos esto cuando, por ejemplo, leemos en Pedro: “Arrojando todas tus ansiedades sobre él, porque él cuida de ti.” (1 Pedro 5:7).

Mientras tanto, ¿qué cuidados debemos tener para que estemos plenos en el cuidado de Dios?

El cuidado de sí es la cura de Dios (Jeremías 33:6)

La justa medida es el camino de salud. No solamente para los cristianos, pero para todos los seres humanos. En verdad, este es un consejo muy viejo, que viene de los griegos antiguos. Se encontraba escrito en un templo de un dios pagano: “Nada demasiado”.

Todavía, el camino de Dios apunta hacia algo más allá de la mera ética de costumbres. Desde las palabras del Señor, nosotros ya aprendimos que las obras humanas por sí solas no son suficiente para cesar la enfermedad. ¿Qué debemos hacer entonces?

En primer lugar, lo más importante es comprender que la cura de Dios tiene que ver con un tipo de cuidado. Más bien, con un cuidado de sí.

Nunca podemos nos olvidar de un cuidado para con nosotros mismo, porque este es el camino del Señor. Por esto, el Señor dejó conocer a sus palabras, que dicen: “Clama a mí y yo te responderé y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces” (Jeremías 33:3).  Y adelante aún dice: “Sin embargo, le traeré salud y sanidad. Sanaré a mi gente y les permitiré disfrutar de abundante paz y seguridad.” (Jeremías 33:6).

Aquí ya tenemos claro: la cura de Dios es el cuidado de sí; el cuidado de sí es el acto de clamar por Dios. Solamente se queda una duda, a saber: ¿como se clama por Dios?

Esto la Biblia enseña de forma muy sencilla: “Por lo cual, hermanos, sean diligentes para asegurar su llamamiento y elección, ya que si practican estas cualidades nunca caerán.” (2 Pedro 1:10).

La diligencia es el celo, que es el mismo que el cuidado. Cuando leemos lo que viene un poco antes de este pasaje, comprendemos donde tenemos que cultivar el cuidado.

Haga todo lo posible por complementar su fe con la virtud, y la virtud con el conocimiento, y el conocimiento con autocontrol, y el autocontrol con firmeza, y la firmeza con la piedad, y la piedad con afecto fraternal, y el afecto fraternal con amor.” (2 Pedro 1:3-9).

Conclusión

Debemos cuidar de la virtud con el conocimiento, es decir, entender el porqué de la virtud. Solo así el posible cultivar el autocontrol, porque cuando conocemos la virtud, somos nuestra propia legislación. Además, somos también vigilantes firmes y atentos de nuestro autocontrol, todavía no con dureza, pero con piedad. No obstante, solo conoce la piedad el que tiene el afecto fraterno, o sea, el que se deja tocar por lo que se pasa con sus hermanos.

Fue justamente esto lo que paso con Jeremías. Por dejarse tocar con lo que se pasó con sus hermanos, sintió él también el dolor de la herida de la hija del pueblo. En esto consiste el amor de Dios. Este amor es el mismo de que ya hablamos: el amor bajo el cual se avanza la cura de Dios.

Por fin, leemos en Jeremías: “Porque te devolveré la salud y sanaré tus heridas, declara el Señor, porque te han llamado un marginal.” (Jeremías 30:17).

© Francisco Hernández. todos los derechos reservados.

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